¡Escucha ! ¡Escucha !

Osar psicoanalizar la escucha

(Capítulo 13 de "La Clef des Sons")

Dr Bernard Auriol

El psicoanálisis de cara a la música : un problema fastidioso

Freud (1914) prefiere el ámbito de lo visual a los sortilegios de la música. Dedica importantes trabajos a pintores y escultores, pero no se conmueve con Mozart ni con Bach. Escribe : « Las obras de arte me causan una profunda impresión, especialmente las obras literarias y las esculturas, y con menor frecuencia los cuadros. En ocasiones propicias he contemplado algunas de ellas largamente para comprenderlas a mi manera, es decir, tratando de descubrir cómo producen su efecto. Si no lo consigo, como me ocurre con la música, soy apenas capaz de obtener algún placer. Una disposición racionalista, o tal vez analítica, lucha dentro de mí contra la emoción cuando no logro saber por qué estoy emocionado ni qué es lo que me sobrecoge. »

Con toda razón, Bernfeld (1915) explica que la conducta -y el juicio- de una persona con respecto a la música no se explican del todo por sus aptitudes propiamente musicales, sino que también dependen de que acepte o rechace la música por sus determinaciones culturales. Esta actitud, consciente o no, puede originarse en algunas experiencias precoces, de las que sería una generalización o un desplazamiento. Cabría considerar que ello sólo atañe a su individualidad si la cuestión no se prolongase en un -relativo- desierto bibliográfico (Michel 1965). Sin embargo, varios trabajos como el de Castarède, que dará una idea acerca del problema, intentan llenar ese vacío.

El narcisismo de Eco

Para explicar el placer que se experimenta al escuchar música se ha invocado el narcisismo de Eco. También se ha hablado de un abandono del principio de realidad en beneficio del principio de placer. Ello está presente en cantidad de actividades lúdicas o artísticas, de naturaleza visual, gustativa, olfativa, o incluso táctil. La diferencia radicaría en el grado de “objetalidad”, que sería más elevado en el caso de la música, dada su proximidad con respecto a la palabra. Se trata de expresar las vías que conducen a la satisfacción, incluyendo los rodeos que la estimulan, los obstáculos que frenan el viaje, las ilusiones rotas, los falsos triunfos, etc. Se trata de un flujo sin formas definidas, de movimientos de energías que existen pese a la ausencia de una representación precisa.

La música “produce una especie de significación porque utiliza todos los medios no lingüísticos a los que recurre el propio lenguaje para poder significar. Dicho más exactamente, no los utiliza: es idéntica a ellos. Es pura significación, desprovista de sentido; es la voz” (Perella, 1984).

Recuerdo inolvidable del chantre ebrio de sus melismas bajo la bóveda cisterciense, insaciable como el pájaro de su canto, que emociona hasta las lágrimas. Eco llama a Narciso sin éxito, pero así como éste goza de su propia imagen, aquélla goza con su propio grito. A él no le importa el sufrimiento de ella, ella goza de la ausencia de respuesta que induce la prolongación incesante de su llamado, y la de su escucha... El llamado no puede asimilarse al lenguaje, ni siquiera en su función fática: se encuentra a “un nivel por debajo del lenguaje” (Lacan, 1954). Sin duda, de manera más general, este goce se relaciona con el hecho de que su “contenido es un puro simbolismo libidinal, quizás la única formación psíquica en donde esté representado el aspecto funcional del evento libidinal en nosotros” (Ferenczi, 1922).

Cuestiones preliminares

La música aparece cuando el animal sale del agua, lo cual no quita que la ballena o el delfín hagan luego el camino inverso. Los fisiólogos saben que la rana -en quien la fábula destaca el comercio con el aire- posee unas células ciliadas externas muy activas, aunque carezca de la mayoría de las sofisticaciones del oído. Y canta. No para producir miedo, sino para agradar y seducir, para preparar el acoplamiento. ¿Cuántos Romeos se limitan a croar?

Del “pedómano” al melómano

Numerosos autores han destacado la importancia de la analidad en la génesis pulsional de la música, que se originaría en el placer infantil del pedo, como Ferenczi (1922) ha creído observarlo en los músicos o melómanos. Milner (1969) alude a los pedos en la historia de Susan. Otro tanto hace Lecourt (1987) respecto de David, niño autista que luego podrá “meterse” con la música. Sin embargo, lógicamente, esta doble connotación anal y musical del pedo no supone que exista una relación directa, ni menos aún causal, entre música y libido anal.

De hecho, el interés por la música podría tener otras raíces, curiosas y más antiguas. La experiencia prenatal nos brinda material para alimentar la reflexión sobre el tema: el feto es el oyente obligado del siempre renovado concierto de los ritmos maternos (ruidos respiratorios, cardíacos, movimientos de la marcha...). El feto también oye la melodía de los ruidos intestinales de su madre que evocan, de la forma que sea, los sonidos del pedo. Por su carácter regresivo, estos ruidos son muy reactógenos, no sólo en los más pequeños (a quienes hemos hecho oír grabaciones), sino también en los adultos (como los musicoterapeutas en formación en el Taller de Musicoterapia de Burdeos, que se mostraron sorprendidos). En la antigüedad se había señalado esta proximidad, a la que se suma la de la palabra en la persona de Hermes (Mercurio), a la vez dios de la música, de los vientos (!), de la palabra y... del dinero. A los ruidos intestinales y guturales que acompañan la sensación de alivio responde, en el feto, una inundación química que lo excita y que tal vez le procure algún tipo de orgasmo avant la lettre...  Todo ello volverá a aparecer en los inefables gemidos o las armonías sublimes de la música. Con el semigoce de los sentidos que ésta engendra al no ser compañera de realidades más somáticas, como en el “paraíso” uterino.

El gusto de la danza y la competencia rítmica que admiramos en los negros criados en un ambiente cultural tradicional africano podrían relacionarse con este período y con las experiencias de manipulación del que le sigue, inmediatamente después del nacimiento. Desde recién nacidos, y por un tiempo considerable, permanecen en contacto con el cuerpo de la madre, de suerte que memorizan e integran armoniosamente la ductilidad y la gracia que ésta ha adquirido de la suya. En vez de mecer al niño realizando un movimiento bastante artificial, más o menos condenado por los espartanos occidentales, las madres negras le comunicaban los movimientos naturales del trabajo, los nutrían, informaban, contenían y preparaban a las duras realidades, a las frustraciones, a los combates sin tregua que conocerían más adelante. Hasta las dulces justas del amor, con su crescendo y su exultación. La música evoca el coito, sin duda el coito de los padres, antes y después del nacimiento. El caso de X, que hemos descrito a propósito de su miedo al ruido, demuestra una vez más que el oyente sólo puede gozar de la música por identificación con lo que oye, es decir, con la madre o el padre (Mosonyi, 1935).

La envoltura musical

Lecourt destaca que el baño vibratorio que nos rodea no tiene límites bien definidos. El interior de nuestro cuerpo se oye fuera, a veces sin nuestro consentimiento. Incluso el tiempo carece de fronteras: el oído está alerta de noche y de día. El sonido no es algo concreto, no podemos asirlo, está en todos lados, siempre, borroso, sin que se le pueda atribur un perímetro. La música “nos pone en situación de ingravidez, nos transporta, nos acuna, nos hace bailar”: es el baño amniótico. Luego viene el juego con el otro, primero monofónico, luego en contrapunto.

Las misteriosas vías del afecto auricular

Como la palabra, la música, después del canto o con él, es expresión de lo humano y de lo viviente en general. Como expresión, habla de su autor, refleja sus múltiples aspectos, engendra una impresión por medio de su tendencia a la identificación en el otro presente. Esta identificación puede volverse consciente bajo la forma de una interpretación que, en algunos casos, se explicita verbalmente. El verbo sólo aparece al término de este largo recorrido. Hoy día, a no dudarlo, en el estado de nuestra cultura. Pero también, probablemente, en la génesis de la expresión: el lenguaje se contruirá sobre estas bases de la expresión “impresiva”. La palabra aparece entonces como control colectivo del flujo expresional, instala diques, paradas, modulaciones convencionales más o menos similares al objeto que la acción debe separar del fondo en el que, de otro modo, se perdería. Y si en el sonido generado nada hay que evoque la cosa, pasaremos de la analogía, supliéndola por contrato. Bienvenida sea la algebrosis aunque Jousse tenga razón de deplorar sus excesos. La palabra como acto, como vocalización que supera el encadenamiento tipo de una síntesis algorítimica, nace de los restos “recocidos” del grito y del llamado (Lacan vs Stein, 1963).

Pero así y todo, el flujo vocal acondicionado conserva algo de subjetivo. No sólo en la palabra -su texto- y sus ardides, sino también en la voz y la respiración, más o menos fuerte, más o menos aguda, más o menos rápida... La combinación de estos diferentes aspectos da el ritmo, la melodía, la armonía, el tempo, etc. Allí está toda la música.

El psicoanálisis no es sólo texto, sino también palabra. De lo contrario habría cobrado más fácilmente una forma epistolar, no del todo aberrante, pero indudablemente marginal. El análisis supone la presencia y los juegos delicados de la ausencia. La voz. El sonido. No únicamente las representaciones del imaginario, el comercio simbólico, sino también la materialidad inasible de las vibraciones que siguen “las vías misteriosas del afecto propiamente auricular” (Lacan, 1963): tejido de las palabras, entonaciones y cadencias de la frase, balbuceos, gemidos, refunfuños, gritos, llamados, seducciones.

La voz y su amplificación sofisticada, carente de significación, aunque no de sentido: la música. La voz -grito sometido-, goce en el canto de la escucha convertida en obediencia. La voz, ¿qué voz?

El shofar nos conduce

Así como existe una erotización anal, oral o fálica, existe una erotización vocal. También existe una pulsión de escucha análoga -aunque distinta- de la pulsión escópica o palpatoria. Pulsión de escucha relacionada, por cierto, con todo lo que la literatura psicoanalítica reúne alrededor de la escena primitiva.

El shofar es el instrumento músico ritual judío llamado “cuerno de cabra”, que le hace oír al pueblo aterrorizado la Voz de Dios en el Sinaí (Ex. 19, 16). Reik recuerda que, a no dudarlo, la representación de Dios fue primero un toro, y después un carnero (antes de llegar al culto de Yahweh). Abraham mata al carnero en lugar de su hijo, sacrificando así la imagen del ancestro, y no su descendencia. El sonido del shofar, pues, remitiría al totemismo y recordaría la comida antropofágica para incorporar la omnipotencia del padre. Advierte sobre el castigo prometido a los recidivistas. Aunque pronto se hizo caso omiso de la interpretación histórica, persiste como ilustración de una estructura fundamental en nosotros: el superyó. El bramido del shofar representa la amenaza de todos los conflictos posibles, de todas las tentaciones mortíferas, entre padre e hijo, entre cultura y naturaleza.

Para nombrar al inventor de la música se ha escogido el carnero (“Jubal”). Recordemos lo que habíamos empezado a debatir a propósito de Eco. Narciso se muestra y cierra el movimiento sobre sí mismo a través del agua de la fuente, su madre. Eco se hace oír, pura escucha, repetición, deseante, desconsolada, sacrificada hasta quedarse sin piel, reducida a un soplo y un hueso (la roca), indefinidamente abierta por la prohibición de cerrarse.

La escena primitiva, el acto de amor de los padres, más a menudo percibido de manera sonora que de manera visual, también comprende sonidos, melosidades y bufidos que el pequeño no puede no escuchar, sobre todo al principio, antes de que él mismo sea capaz de emitir su primer vagido. Lo oirá de nuevo y se sentirá solo, sin olvidar quizá la excitación y el placer de la primera vez.

Los recuerdos son cuernos de caza
cuyo ruido muere en el viento

(Apollinaire)

El tartamudo nos hace tartamudear, el entusiasta nos electriza, el derrotista nos consterna, el colérico nos irrita. Cogemos el tren en movimiento, así más no sea por una fracción de segundo, aunque en seguida cambiemos de actitud para afirmar de cara al que duda, dudar de cara al dogmático, mostrarnos optimistas ante el deprimido, prudentes ante el exaltado, etc. Y no es que lo hagamos por deducción, razonamiento, juicio ético ni simpatía de las representaciones, sino por la fuerza de las cosas: identificación, anexión, o más bien incorporación (einverleibung : Lacan, 1963). Manejo de esta incorporación para « modelar nuestra vida ». El músico siempre podrá pasearnos por sus actitudes o jugar con nuestras compensaciones, pero corre el riesgo de que ronquemos o nos marchemos ruidosamente en plena sinfonía. La música nos promete, y sabemos que cumplirá la promesa aunque no se trate sino de una felicidad nostálgica, la presencia de un deseo aligerado de su angustia más cruda (incluso cuando pueda suscitarla en algún momento de la película).

Jean-Christophe (Romain Rolland), a quien su abuelo ha llevado a la iglesia a la rastra, « bosteza como para desencajarse la mandíbula. De pronto, un aluvión de sonidos : el órgano. Un escalofrío le recorre el espinazo (...) No comprende de qué se trata : el ruido brilla, se arremolina, no deja distinguir nada, pero resulta agradable, (...). Y cuando el río sonoro circula por toda la iglesia, llena las bóvedas y rebota contra los muros, siente que vuela por aquí o allá, y que sólo hay que dejarse llevar para sentirse libre y feliz. » Ha comprendido que no hay más que empezar. Si nos da por entrar al baile, nos resultará grato : dejaremos que el sonido nos mueva las piernas, los brazos, el corazón, el espíritu. La ronda de las palabras, la sarabanda de las imágenes se unirán al concierto.

Hablamos de identificación como si fuera algo obvio. Por cierto, cuando la voz del interlocutor sube, siento que también lo hace mi propia voz. ¿Pero hasta dónde llega esta analogía ? Más acá de la voz que oigo, más allá de la que siento... El ascenso de la voz del otro ¿dice lo mismo que el la mía ? La música alegre de uno, ¿no puede ser lúgubre para el otro ? ¿O bien la connivencia de todos se basa en el consenso cultural, sin ninguna influencia de la naturaleza real de cada uno ?

Muchas observaciones psicofisiológicas enunciadas a lo largo de esta obra invitan a postular que el aspecto convencional, sin duda omnipresente, no es el único. Se fundamenta, enriqueciéndolas, en correspondencias universales que sólo un imprudente arrojaría a las tinieblas exteriores. Los movimientos que el sonido despierta en nosotros generalmente se nutren de representaciones que se llaman, excluyen, entrechocan o inmovilizan. La experiencia corriente muestra que cualquiera, si es capaz, puede verbalizar contenidos extraordinariamente divergentes. ¿Se trata de un especie de caos, del crisol de todas la imágenes y todos los símbolos de nuestra vida mental, de una evocación azarosa de lo que aflora en el momento?

En el ámbito de la psicosomática, no sabemos establecer un vínculo sistemático entre una somatización dada y una representación conflictiva o un desarrollo biográfico preciso. Otro tanto ocurre con el sonido y la música : sería presuntuoso querer escribir en notas una historia de amor, un episodio de guerra o la santidad trinitaria. Sin embargo, la voz, el sonido y la música dicen algo. Duhamel describe la función evocadora, tan personal e intransmisible (salvo, en algunas ocasiones, al ser amado) : « Para cada instante de cada día, para cada uno de nuestros pensamientos, hubo melodías, acordes, conciertos inefables. Si hoy canto una canción de entonces, la sombra me devuelve mis tesoros. » Aunque algo tenga de inefable, esto no es incomunicación -algunos dirán : ¡todo lo contrario !-. Se puede incluso hacer vibrar el cuerpo y hacer cantar el alma del prójimo, casi hasta convertir al auditor consintiente en un juguete entre los dedos del músico : un eco de lo que vivía el compositor resuena en quien escucha. ¿Cómo salir de esta aporía ?

Mosonyi (1935) lo intenta : « El sonido, y también la acentuación, deben considerarse como una irrupción del instinto a través de las inhibiciones que se encuentran en el camino. Al aumento de energía instintiva le corresponde el de la altura del sonido. La altura y la intensidad de los sonidos suben y bajan de manera paralela » (citado por Michel, 1965). Supongamos que los miembros de una familia « verdaderamente viva » escuchen juntos cantar, y que pase por allí un extraño. Si éste, sin oír el canto, observa a los parientes y amigos así reunidos, « le parecerá asistir a una misa invisible : pese a lo diverso de las actitudes, el parecido de las expresiones manifiesta la unidad verdadera de las almas, momentáneamente realizada por la simpatía respecto de un mismo drama ideal, por la comunión en un mismo sueño. Cada tanto, cuando el viento recuesta los pastos y agita largamente las ramas, un soplo inclina las cabezas o las yergue de golpe. Como si un mensajero que no podemos ver hiciera un relato palpitante, todos parecen esperar con ansiedad, esperar con unción o con terror una misma noticia que, sin embargo, despierta en cada uno ecos diferentes (...) : para el viejo son los vastos espectáculos de la vida y de la muerte, para el niño, las promesas apremiantes del mar y la tierra... » (Proust).

Sí, existe un vínculo entre las características del sonido y la energía instintiva o, más precisamente, como lo he descrito en otro sitio, entre las frecuencias y la distribución de la energía pulsional. Tal vez en el sentido de la tópica freudiana (ello/yo/superyó), o mejor aún según la antigua concepción de los chakras (ver cap. 12), que les atribuía a los « estadios pregenitales » una correspondencia corporal (lo cual también quiere decir estructural). Se presiente este vínculo al considerar el ritmo, más directamente instintivo y nacido del ello, la melodía que habla al corazón y la armonía, producto social de creación colectiva (primitivamente se necesitaban al menos dos individuos para realizar un acorde). Este acorde de las voces es testigo del acuerdo de los corazones, o lo favorece hasta promover la unanimidad del grupo. « La melodía es la única forma musical de la descarga individual, porque el ritmo es el motor premusical, mientras que la armonía es supraindividual » (Mosonyi, 1935, citado por Michel, 1965).

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9 de julio de 2009